domingo, noviembre 12, 2006

Antes de la partida

Las largas travesías regalan al marino dos dones, la soledad y el silencio. Son dos presentes extraños, que cuando actúan juntos pueden abrir las puertas de la reflexión o de la locura, y en muchas ocasiones de ambas.

Es fácil ver a un marino con la mirada profunda y perdida, más allá del horizonte.

Así a veces perdemos la perspectiva, viendo un mundo que no es y nunca será, pasamos por encima de la realidad sin ser conscientes de ella.

Por eso es tan necesaria la vida en el puerto, con otros marinos, con mercaderes y comerciantes, con la gente de las tabernas y la del cariño de alquiler. Nos mantienen con los pies en la tierra, nos dan un poco de sustrato donde echar raíces hasta el próximo puerto.

Me embarco en una larga travesía, un par de meses en alta mar, donde solo los barcos correo y los encuentros casuales con otros capitanes me mantendrán cuerdo. Es por eso que cada día en tierra se me va como agua entre los dedos, deseando que el momento de partir no llegue o que haya acabado ya.

Mientras, disfruto de la conversación peregrina, los paseos por el puerto y de un suelo sin vaivén.
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